La ciudad se enrosca en su tos alcalina, duda el puente sobre el agua con los pies estremecidos en el vaho. Se repliega el río magenta, habituado a la invasión de rosales blancos. Nada preserva de su acarreo involuntario de instintos de colores, del bisbiseo heráldico con el que engrana el mundo concreto.
De camino a un azar incruento suena húmeda la música en el coche. Escurre la savia traslúcida de los semáforos entre espuelas de acacias renegridas. Con la mirada sudorosa vuelta hacia dentro, nereidas en uniforme alertan: guárdate los dientes pendencieros, las sardónicas orejas.
Bajo la niebla una vida entera transcurre, del nacimiento a la muerte. Todo lo que hasta ayer reunías es la Historia. Y retornarán cuando se derrumbe, con el sol, la conciencia y la memoria.
(Pintar de azul los días laborables; pág. 30)
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