A través de Adolfo Burriel me llega la noticia de este artículo que escribió Juan Marqués para el número 16 de la Revista Campo de Agramante, que edita la Fundación Caballero Bonald, en el que, con motivo de una reseña del último libro de Rosendo Tello, El regreso a la fuente, hacía un repaso de los libros de poesía aragonesa más destacados entre los publicados en 2011, y en el que tenía un amable recuerdo para mi doble debut.
La revista es casi inencontrable, pero el propio Juan me ha pasado el artículo, agradeciéndome que le dé difusión en este blog, pues ni siquiera él ha recibido un ejemplar de la revista. Que sabemos que existe porque Adolfo la ha visto.
Gracias a los dos!
Rosendo Tello
El regreso a la fuente
Prames, Zaragoza, 2011
No sé si se trata de una buena o de
una mala noticia, pero no puede haber duda de que, puestos a repasar los libros
que han ofrecido los poetas aragoneses durante 2011, los autores más veteranos
han dado una lección de profundidad y sabiduría a los más jóvenes. La cosecha
local del año pasado ha destacado principalmente por la aparición de sendos
libros de plenitud de Rosendo Tello (El
regreso a la fuente) y de Ángel Guinda (Espectral,
en Olifante), a los que habría que añadir la recopilación de toda la poesía del
añorado José Antonio Labordeta (Setenta y
cinco veces uno. Poesía reunida. 1945-2010, en dos imponentes volúmenes de
la editorial Eclipsados) y la recuperación del mítico libro de 1960 Al oeste del lago Kivú, los gorilas se
suicidaban en manadas numerosísimas, de Julio Antonio Gómez (en Los libros
del Señor James). A la espera de que en este 2012 lleguen otros esperados
libros de versos de Fernando Sanmartín (Las
lágrimas de los boxeadores, en Isla de Siltolá), David Mayor (37 poemas, en Pre-Textos), Manuel Vilas
(Gran V, en Visor) o Jesús Jiménez
Domínguez (Frecuencias, en DVD), 2011
trajo también el mejor libro hasta hoy de Gabriel Sopeña (Máquina fósil, Olifante), dos nuevas entregas de la poesía fácil de
Ángel Petisme (Poemails, en Amargord,
y La noche 351, en Hiperión), los
experimentos de Miguel Serrano Larraz (Insultus
morbi primus, en Lola Editorial), el paso adelante de Olga Bernad (Nostalgia armada, en Isla de Siltolá) y
Carmen Ruiz Fleta (Polaroid, en
Olifante), los poemas narrativos que Chusé Raúl Usón y Julio José Ordovás han
incluido, respectivamente, en Escombros
(Xordica) y Una pequeña historia de amor
(Isla de Siltolá), los nuevos libros de dos “hijos adoptivos” de Zaragoza como
el gallego Antón Castro (con El paseo en
bicicleta, en Olifante) y el leonés José Luis Rodríguez García (con Vidrio y alambre, en Eclipsados), o el
debut de Ramiro Gairín Muñoz (con el errático Pintar de azul los días laborables, en Islavaria, y el delicado y
sobresaliente Que caiga el favorito,
en Prensas Universitarias de Zaragoza) y de Vicente Simón (con el curioso y
torrencial El guapo, en Vitruvio).
Pero,
como comenzaba diciendo, nada comparable a ese Espectral que publicó Ángel Guinda, un poeta tenaz e irregular que
en este caso nos ofrece un poema verdaderamente magnífico y estremecedor, ni a El regreso a la fuente, con el que
Rosendo Tello (Letux –Zaragoza–, 1931) ha regresado felizmente a las librerías
después de algunos años de silencio, añadiendo un nuevo título al volumen en el
que en 2005 (año en el que le fue concedido el Premio de las Letras Aragonesas)
recogió toda su producción anterior (El
vigilante y su fábula. Obra poética reunida (1959-2004), también en Prames),
que comprende catorce obras, entre libros, cuadernos y series poéticas, algunas
publicadas en revistas.
El
título de este nuevo libro, aparte de tener algo de despedida, es revelador en cuanto a sus
intenciones de despojamiento y búsqueda de la sencillez original y definitiva
de todas las cosas que, al cabo, importan. La “fuente” del título, como se
declara en el poema prologal (“La lengua de los hombres”: pp. 8-9), es el
lenguaje, la palabra, la poesía, cuya desnudez y limpieza son ansiosamente
anheladas por el poeta tras un largo camino creador que a veces le llevó por
senderos demasiado encharcados de retórica y barroquismos: aunque Tello jamás
fue un poeta afectado (y, de hecho, supo entregarse siempre a una poesía
meditativa y honda cuando la mayoría de sus amigos y coetáneos se lanzaban con
temeridad a toda suerte de vanguardias, juegos e ismos, a menudo estériles)
vivió, como toda su generación, épocas de mayor tentación existencialista, de
mayor locuacidad, de más abundantes concesiones a lo irracional. Aquí los poemas
siguen siendo extensos, discursivos, cadenciosos (Tello, quien también ha
entregado muchas horas de su vida a la música y al piano, es un maestro del
ritmo sin resultar monótono), pero son ante todo la declaración de un
renacimiento integral que a veces llega a hacerse explícito, como en el
comienzo del poema “Sueño primaveral”: “Estoy en la terraza de mi casa, / en
Goreya, frente al jardín, conmigo / y en soledad al aire de la luz / de una
mañana íntima de marzo. / Como quien a la fuerza hubiera estado / donde nunca
quisiera y, de repente, / de no estar en espacio alguno, fuera / llevado en
sueños a un lugar extraño / y despertara a otra realidad / más clara y
verdadera que los sueños” (p. 48). Son palabras a las que ese topónimo hace
indisimuladamente autobiográficas, y son, por tanto, palabras de alguien que ha
sentido cerca su final pero ha sobrevivido y se siente renovado, agradecido,
perfectamente conforme ante cualquier cosa que le sea concedida, con la actitud
de quien asiste a sus días no sólo sin perder la capacidad de sorpresa y
gratitud que siempre mostró ante lo creado, ante lo recibido, sino con una
especial atención por lo pequeño, por lo cotidiano, por la simple y pura
conciencia de estar existiendo aquí y ahora. La “fuente” del rótulo general,
por supuesto, es también la muerte, pues morir es regresar a la nada inconcebible
donde ya estuvimos, y la narración de esa serena y sabia espera del vacío ante
un paisaje familiar y querido es una muestra, grandiosa y modesta a un tiempo,
de la capacidad observadora y reflexiva que siempre caracterizó al poeta de
Letux. La parábola que comparte título con el libro (pp. 57-58) o el sublime
“Soliloquio en la tarde de verano” (pp. 55-56) son otros preciosos ejemplos de
esto, aunque lo cierto es que Tello también reserva algunas páginas de su libro
para poemas en que se asiste a ese crepúsculo de la vida con algo más de
pesimismo, con un ánimo más apesadumbrado que extático (“Rosas negras”: p. 19).
Pero
no todo en este libro es detención y quietud, ni puro presente contemplativo.
También hay memoria (“Campanas”: p. 52), celebración encendida de la amistad
(“Concierto de corazones”: pp. 38-39), un largo monólogo en el que Bartolomé
Leonardo de Argensola explica su retirada a través del clásico “menosprecio de
corte y alabanza de aldea” (y en el que Tello también se autorretrata y se
explica indirectamente: pp. 30-33) y enseñanzas acumuladas a lo largo de años
de experiencia y pensamiento.
Todo
esto –la presencia consoladora de la amistad, los engranajes del lenguaje, el
pasado y el presente y el futuro, la alegría y el dolor, la gloria y el miedo,
lo vivido y lo soñado o anhelado, la satisfacción y la resignación, la sorpresa
y la rendición…– se conjuga y culmina en el impagable poema final, “Serena
plenitud”, dedicado al profesor José-Carlos Mainer (este poema, de hecho, ha
sido reproducido simultáneamente en el volumen de homenaje Para Mainer de sus amigos y compañeros de viaje –Granada, Comares,
2011, pp. 35-36–, junto a testimonios de otros muchos escritores y poemas de
José Manuel Caballero Bonald, Francisco Rico, Eloy Sánchez Rosillo, Jon
Juaristi y Luis Muñoz). Se trata, más que de un balance o de un epifonema del
libro o de la obra entera de Tello, de un poema total, fuera ya del tiempo, del
que, saboreando todavía la vida, se entrega “al mundo que ahora llega, / un
mundo virginal aún no pensado ni vivido, / y que aún no conozco, con cortejo de
nubes […] y sus rejas de oro abiertas frente al mar”. En ese lugar “donde la
luz se da de frente / con el alma y empiezan a cantar, invisibles, / los
pájaros azules que nunca oí cantar”, desemboca el mejor libro hasta hoy de
Rosendo Tello, el mejor ejemplo de esa obra lúcida y perpleja, de “ese largo
abrazo / de la luz y la sombra”.
Juan Marqués
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