jueves, 23 de abril de 2015

UN LIBRO PARA EL DÍA DEL LIBRO

Como estamos en la semana de los libros, y el año pasado me descolgué hablando de The wire tal día como hoy, este año quiero traer aquí un libro-libro. Un LIBRO-LIBRO.




CAMPO ROJO
Ángel Gracia



Ángel Gracia ha escrito una maravilla de novela. Ángel Gracia ha escrito lo que quería escribir, lo que llevaba dentro, y lo ha escrito como lo quería escribir y cuando lo quería escribir. Si yo fuera Ángel Gracia ahora mismo estaría feliz y vaciado, como después de sacarte una oposición a juez, caminaría despacio, volviendo a mirar todo como por primera vez, el dónde estoy y el cómo he llegado, escribiría el resto de mis libros con placer, porque sí, sin debérselos a nadie, ni a mí mismo. Porque ya habría escrito Campo rojo.

Yo aparecí en el Arrabal cuando todavía quedaban algunos solares y descampados y muchas plazas de hormigón como La Plaza a la que bajaba "a ir en bici" y jugar al fútbol (nací en el 80, diez años después que el Gafarras). Yo me crié en un Arrabal más próximo al río, ya integrado en la ciudad consolidada, para el que aún quedaba lejos el Camino de los Molinos pero cerca, debajo de casa, solares de tierra con maleza y ratas y ladrillos rotos. Y las jeringuillas, que eran el mayor terror de las madres junto con los estínjers.

Yo acudí a un colegio público en el que no sufrí la violencia descarnada que se narra en Campo Rojo, pero en el que había crueldad infatil, marginación al diferente, al que no podía comprarse la misma ropa, al empollón; vejaciones y algunos palos de los chulitos, mayores, fumadores y presumidores de folladores a los demás niños, a los niños que no hacían todas esas cosas. Un colegio en el que había niños que olían mal porque no gastaban agua en su casa porque no tenían dinero, y que quedaron estigmatizados como mofetas para toda la vida. Y de los que tus padres, que eran como debían ser los padres, te animaban a que fueses amigo (entre otras cosas, porque tus padres eran de izquierdas, y los de izquierdas tenemos esas responsabilidades).

Un colegio bastante normal, vamos, en el que los niños como yo y el Gafarras teníamos que tener cierta habilidad política (yo tuve mucha, ahora que echo la vista atrás) para ser de los más destacados de la clase, para sacar muy buenas notas sin ser excesivamente marcados como empollones, poder tener vida normal, no ser vejados ni insultados continuamente (solo algunas veces). Yo lo conseguí, pero nada tenía que ver mi clase con la de Gafarras, ni mi tiempo, apenas diez años después. No obstante, les habla un tipo que durante dos cursos, si no recuerdo mal, acumuló aparato en los dientes, gafas y zapatos ortopédicos por pies planos. Y las mejores notas de la clase y el favor de los profesores. Pero, como dijo Ángel en la presentación, mi (nuestro) gran triunfo, la victoria que se podía esperar de aquello, fue no terminar por ser uno de ellos, no ser un verdugo, no serlo ahora, tantos años después, en otras circunstancias o con otras víctimas. Salir de allí sin pisar a nadie, seguir avanzando sabiendo dónde no querías integrarte, a quiénes no te querías parecer; haber vivido hasta ahora siendo lo que querías ser. Quiero pensar que el Gafarras, a pesar de algún episodio de debilidad o de ciega reacción que todos hemos tenido, faltaría más, también lo conseguirá.

La novela genera, como nunca hasta ahora me había encontrado en un libro que me hablara de esa época, la sensación de seguridad y de cariño y amor que el niño siente en su casa (siempre bajo la estricta responsabilidad de quienes quieren ser buenos padres y lo quieren bien) junto con la permanente sensación de incomodidad, a veces amenaza indeterminada, miedo, falta de encaje que se experimentaba fuera de casa, en sociedad, con los demás chicos. Así fue la infancia y principio de adolescencia de cierto tipo de niños. Más de uno ahora es escritor y muy buena gente.

La novela está magistralmente escrita (no sé muy bien quién soy yo para decirlo, pero estoy envalentonado, como el Farute). Refleja con una precisión que a veces duele y a veces emociona esa infancia o final de la infancia de estos críos en los arrabales de provincias, aunque la supongo muy parecida en los arrabales de Madrid o Barcelona, en los ochenta y principios de los noventa. Y la refleja muy bien porque la cuenta, en segunda persona (recurso que me resulta muy difícil de utilizar y en el que Ángel da una lección), un protagonista, un niño que habla para sí mismo, que piensa para sí mismo como lo hacía yo en esa época, con esa edad. Yo sé que otros niños no lo hacían, pero nosotros sí. Nos hablábamos mucho a nosotros mismos, Gafarras y yo.

Además del bullying o acoso, antes de que se llamaran así, de la violencia, de las "bandas" de guaperas, mayores y brutos enseñoreándose en los recreos y las excursiones, están otras muchas cosas que uno recuerda: las votaciones de los más guapos o ligones de la clase, las notas que se ponía a las chicas; los insultos como "mongolo", "mongolico", "anormal profundo", "subnormal profundo", "recontramaricojonetagiliputariano"; el honor que debías salvar si alguien te llamaba "hijodeputa" o hablaba mal de tu hermana; palabras como la pichina o el niki; los jerséis que picaban un montón y los hacían las madres o abuelas con toda su buena voluntad; las ganas permanentes de mear cuando uno no estaba en su ambiente, en su lugar; los chulos y repetidores que te daban lecciones de vida adulta porque tenían un año más o hermanos mayores que se lo contaban; la "disputa" entre los que bebíamos Nesquik y los que bebían Cola-cao; saberse más listo que ellos pero también más nada, más nadie; creer que lo que tú empiezas a creer que es importante en la vida no lo es para la mayoría... Y si, encima, el lector tenía supersticiones muy parecidas a las del Gafarras, como no pisar las juntas de las baldosas en la calle o subir y bajar las escaleras empezando y acabando con el mismo pie, la identificación ya es completa. 

Diez años después, repito. En un mundo más amable, sin duda, pero muy reconocible. La distancia se mide en que nadie del López y López en mi época olía pegamento o era conocido por ello, ni recibía brutales palizas con frecuencia. Sí se chupaban tizas para tener fiebre y no ir, sí se vejaba y maltrataba psicológicamente, sí se daba alguna hostia de vez en cuando o tres días por semana.

Por todo lo anterior, considero que la obra tiene también un tremendo valor sociológico. Pero ese valor no lo tendría si literariamente no fuera brillante, si la manera en la que se dirige el Gafarras a sí mismo en su diálogo interior no estuviera tan bien escrita, no fuera tan real en su lenguaje; si no estuvieran tan bien reflejados y contados todos los detalles que configuraban esas vidas. Y si no refiriera, con la misma falta de información suplida con imaginación que se utilizaba para narrarlas, las historias secretas del barrio. Y si no tuviera una estructura tan bien medida, ni una trama que parece mínima y que es devastadora y de la que aquí no se ha dicho nada porque no se debe. Y si no te hiciera reír, sí, reír, en varios momentos.

En fin. Qué libro. Qué maravilla. Enhorabuena, Ángel. Lo has conseguido.


2 comentarios:

  1. Preciosa, divertida y emocionate reseña, me apunto el libro!

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  2. No lo dudes, Miguel; apúntatelo. Es ya uno de los libros del año!

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